lunes, 9 de noviembre de 2009

LA MUJER DEL CIGARRO

Cada tarde, cuando recorro la Rue Peine Perdue, más que una calle, un pequeño callejón, para salir hacia la Rue d'Havré, y tomar mi camino diario hacia la universidad, encuentro a una mujer rubia, que utiliza un mandil negro en la cintura, que sale a fumar a la acera. Supongo que la puerta que utiliza es la puerta del traspatio del l´impasse, un restaurante donde no entra nadie, con la fachada gastada y sucia. Esa mujer tiene la cara más triste del mundo. Mira el suelo y fuma. Tiene la piel enrojecida por el frío. He querido saludarla dos veces: Bonjour... Pero siempre encuentro la misma indiferencia de su parte. No he dejado de preguntarme por qué esa joven sale todos los días a fumar, sacando a la calle su enorme tristeza.

GATOS II

Decía yo que los belgas tienen una estrecha relación con sus gatos. No sólo con sus gatos, sino con los gatos de todo el mundo. También con los gatos que ven por las calles. Esta mañana, en la Rue de Clef, un automovilista se detuvo, co,o lo hacen todos los automovilistas, a escazos metros del "paso de zebra". Lo natural era suponer que una persona cruzaría la calle. Pero lo que cruzó fue un gato, negro con blanco, que esperaba de un lado de la acera hasta que no pasara ningún automóvil para cruzar. Después de asegurarse que el felino estuviese a salvo al otro lado de la calle, el automovilista aceleró y continuó su camino.

miércoles, 21 de octubre de 2009

INSTRUCCIONES PARA SERVIR PAPAS FRITAS

Los belgas tienen una relación extraña con sus inmigrantes árabes. Por una parte les incomoda tenerlos en su país y, por la otra, llenan a diario las mesas de sus restaurantes de Pitas. A las papas fritas que sirven en esos restaurantes me refiero. Ésta es la manera correcta de servirlas: Primero, corte las papas. Corte muchas papas. Haga unos cortes perfectos, casi inmejorables. Y déjelas todas juntas sobre la feidora. Cuando un cliente le pida unas frites, meta algunas sobre la freidora, introduzca la freidora en el aceite y haga otra cosa, cualquier cosa, pero que parezca que usted se ha olvidado, por completo, de las papas fritas que están dentro de la freidora. Vaya y venga a paso rápido por el local, como si lo estuviese persiguiendo un fantasma. Y, de repente, aparezcase de nuevo en la freidora, sáquela del aceite hirviendo, sacudala furiosamente durante unos segundos y sáquela de ahí. Pero asegúrese de que el cliente crea que las papas quedaron muy grasosas. Y después, como por arte de magia, quíteles a fuerza de golpes todo el aceite que tenían de más. Pregunte al cliente si las quiere con sal. Ahora ha llegado el momento de coger ese enorme salero y de echarles a las papas sal a manos llenas. Me refiero a que parezca que las va a salar. Como si quisiera crear otro mar muerto dentro de ese montón de papas. Pero no se preocupe, no se salarán, de hecho, quedarán en su punto. Después, sírvalas en un cono o un pequeño recipiente de cartón. Pero sírvalas con una pala metálica circular haciendo un escándalo cada vez que mete y saca la pala. Si tiene una Pita al lado, llene el pan Pita de papas fritas. Rebózelo. El secreto está en que, una vez que se llenó el recipiente, en caso de que el cliente las haya pedido à emporter (para llevar), siga arrojando encima papas fritas. No se detenga ni por un segundo. Llene eso de papas como si fuera la tierra que se arroja sobre un ataúd y, una vez a ras del suelo, se sigue llenando para formar un lúgubre montículo. Exagere. Dispérselas como esas diásporas de judíos, sin territorio, formando una nación alrededor del mundo. O como esos turistas japoneses que cargan sus cámaras fotográficas y ponen cara de sorpresa frente a todos los monumentos que se encuentran. Y al final, cubra el recipiente lleno de papas fritas con un papel. No cualquier papel, sino un papel de cartón. Y no se preocupe por el despilfarro de papas fritas o de sal, en la vida, por cada cosa que se da de más, se obtiene el doble de recompensa. Si no es aquí, en la vida futura. Confíe.

sábado, 17 de octubre de 2009

CATI FILIPE

Hablaré un poco de Cati Filipe. No sé mucho de ella. Sólo sé que trabaja con T., y que cuidó a las crías de una tórtola, hasta que fueron capaces de volar. Cuando escuché esta historia recordé una frase de Julio Cortázar: "No pregunto por las glorias ni las nieves, quiero saber dónde se van juntando las golondrinas muertas". ¿Qué clase de persona hace lo que hizo Cati Filipe? Al medio día, a la hora de la comida en la oficina, regresaba a su casa, alimentaba a las pequeñas aves huérfanas y volvía al trabajo. Cuando yo era niño, en una kermés de la escuela, me gané, en una rifa, un pollo. Amarillo y asustado. Llevé al pollo a casa en una caja de cartón con hoyos en la tapa para que pudiera respirar. Ahora que lo pienso, no sé para qué quería yo ese montoncito de huesos cubierto de plumas amarillas. Lo más probable es que terminaría convertido en una gallina o un gallo. Eso, si no moría en los próximos días, puesto que los pollitos de kermés siempre duran muy poco. Para qué quería a un animalito que era incapáz de responderme. El pollo nunca sabría quién era yo. Yo nunca significaría nada para él. O, peor aún, ¿para qué quería algo que estaba a punto de morir? Y así fue: el pollito murió a los pocos días. Pero dudo que a Cati Filipe le haya importado eso. Cati Filipe sabía, de antemano, que esos pajaritos, tan pronto estuvieran fuertes y fueran capaces de mover las alas volarían. Se perderían en la línea del horizonte o detrás de los tejados de su casa y no volvería a verlos jamás. Así que, desde que los encontró solos y huérfanos, quizá en un nido que había caído de un árbol, decidió desprenderse de ellos. Es así, me parece, la actitud que se deberíamos de tener con todos los seres humanos que conocemos. Deberíamos de desprendernos de ellos desde el día que los conocemos. Pero no es sólo el acto del desprendimiento lo que admiro de Cati. Es también su amor y su entrega a esos seres indefensos y frágiles y vulnerables que, sin Cati, seguramente habrían muerto. Lo que hizo Cati, al final de cuentas, fue aferrarse a la vida. Porque si esos animalitos sobrevivían Cati habría tenido un triunfo sobre la sobre la muerte y la desgracia, y la fatalidad. Dar sin esperar nada a cambio es lo más difícil del mundo. Yo me dejaría tocar por el corazón de alguien como Cati Filipe. Hay corazones blandos por fuera y duros por dentro. Los hay también duros por fuera y blandos por dentro. Eso, también, cambia con la edad. Los adolescentes son duros por fuera y blandos por dentro. Cati Filipe tiene uno de los primeros corazones. Su capa blanda le permite recoger y cuidar a unas crías de tórtola. Su dureza interior la protege del dolor. Porque se requiere de mucha fortaleza para cuidar a las pequeñas aves y luego verlas partir. Y, después de tenerlas bajo techo, de darles de comer con la mano, confiar en que podrán sostenerse en el aire, sin caer, que buscarán su alimento. ¡Cati Filipe pertenece al tipo de gentes que le ponen más alas al espacio! Y me pregunto qué fue de cada una de esas aves. Qué cielos cruzaron. En qué árboles se detuvieron. En qué fuentes bebieron agua. Cuántos campos desheredados miraron. Y dónde están ahora. Oprimidas, aisaldas, en los infinitos océanos del espacio.

ORACIÓN

Por escribir...

CASUCHAS

Soy terriblemente aprensivo. Quizá por eso, aunque hoy no estuviera abierta la universidad, decidí caminar hacia allá. Por miedo a perder mi empleo. Entré a la Friterie 141 Taverne. Un sitio nada bonito donde se reúnen obreros y alumnos y profesores universitarios. Pero el encanto de ese café-bar no está en su arquitectura ni en su refinamiento (tiene una heladera de Néstlé donde venden helado y paletas y una máquina expendedora de unas pelotas de plástico con juguetes para niños. Las mesas son de un comprimido y de mala calidad. Las sillas incómodas), su encanto radica en su sencillez, y en la mezcla de personajes que ahí beben vins rosé y café. Al medio día se llena. En todas las mesas hay unas copas altas y delgadas con vin rosé. Los alumnos usan chaquetas de mezclilla. Los obreros tienen los pantalones rotos, llenos de pintura. Los profesores universitarios, saco y corbata. Me senté y ordené un petit café. Lo sirven de manera espectacular, como si fuera un servicio japonés de té. Sobre una charola de madera entintada, acompañado de dos terrones de azúcar y una galleta. Escribí un poco. Ahora estoy trabajando en un libro que habla, precisamente, de la vida en los cafés. Una suerte de novela-ensayo-crónica-poema-autobiografía-cuento-relato. De regreso volví a ver esas casuchas. Aquí no es común ver cordones de miseria. La gente vive con dignidad. La gente tiene calidad de vida. Pero estas tres casuchas en medio de otras casas de buena calidad llaman la atención. Las tres casitas son de ladrillo. Pero se están cayendo. Y tienen sus jardines, como todos los jardínes de aquí, largos y angostos en el traspatio. Caminé un poco, para averiguar en qué calle están las puertas de entrada de esas casitas miserables. Impasse Beghin. Así se llama el callejón, de 4,5 metros. Solitario. Me referiré a la casa del medio. En el jardín hay dos perros. Uno no para de ladrar. Pero están amarrados. Hay tablones por todas partes. Y basura. Y un desorden de fierros y juguetes viejos bastante desagradable. Pero en el medio del jardín hay un pozo de piedra y, sobre el pozo, una estatua de Buda. El buda es grande, de piedra, y está meditando. Esa estatua le da un toque de armonía y equilbrio al jardín y hace que esa casa sea distinta a las casas que tiene de cada lado. Lo que me recuerda algo que solía decirme mi amigo, el doctor Roberto Oscoy (Roberto Oscoy, gallego, huérfano desde niño, estudió medicina y fue a una guerra en África donde se dedicó a amputar piernas y brazos y manos y dedos gangrenados. Después decidió cambiar la medicina alopática por la medicina tibetana y viajó al Tíbet donde estudió con los monjes Lamas): "No hay ningún mérito en estar en calma en medio de la calma. A lo que se aspira es a estar en calma en medio del caos".

GATOS

Esta mañana entré en una farmacia. Ya lo dije antes, los belgas son personas muy amables, y muy consideradas. En lo que a farmacias se refiere no olvidan quienes son. Las farmacias tienen unas grandes cruces verdes que están encendidas cuando las farmacias están abiertas y apagadas cuando las farmacias están cerradas. Pero siempre hay tres farmacias de guardia en la ciudad. De manera que en las farmacias cerradas publican cuáles son las farmacias de guardia. Las farmacias son pequeñas y parecen boutiques. Parecen más tiendas de cosméticos que farmacias. En una silla que había en la farmacia que visité hoy había un gato negro con los ojos amarillos. Se contoneaba sobre la silla y ronroneaba, llamando mi atención. De manera que, mientras la dependienta atendía a otro cliente, me puse a acariciarle la cabeza y el lomo al gato. Un desgraciado consentido y manipulador. No puedo hablar de los gatos sin pensar en Julio Cortázar, de todos, el escritor al que más quiero. Al que siento tan cercano. Cortázar amaba a los gatos y es común verlo en algunas fotografías con uno de sus gatos. Tal vez le gustaban los gatos porque, como él, los gatos son espíritus solitarios. En cualquier otra parte sería muy raro encontrarse con un gato dentro de una farmacia. Pero en Bélgica encontrarse con un gato en cualquier parte es de lo más natural. En Bélgica los gatos son tan comunes como las personas. Muchas casas tienen un gato. En las calles hay gatos. Ya saben, sobre los tejados y las ventanitas ésas que sobresalen de los techos muy empinados de dos aguas. En el callejón donde vivo hay un gatito gris a rayas como una pijama que entra todos los días por un pequeño cubo que hay sobre un muro. Después sale por una ventana. Entra por el cubo y sale por la ventana o entre por la ventana y sale por el cubo. No paso un día sin verlo. Una vez que T pasó por mí con su pequeño hijo T., T., trató de ir tras el gato. T., va tras cualquier animal que encuentre: gato, perro o ganso (la última vez, al pie de un estanque, un ganso estuvo a punto de picotearlo. Los gansos son animales peligrosos, ya hablaré un día del ganso que me crió). En una ventana de la ciudad hay tres gatos. Ya no recuerdo dónde está la casa. Pero los gatos, aunque parecen de verdad, son calcomanías pegadas sobre el cristal. Uno de los gatos está sacando un pez de una pecera. Y sin embargo un día llegó un gato de verdad y se paró junto a las calcomanías, de manera que me fue imposible, durante unos segundos, adivinar cuál era el gato de verdad. Hasta que el gato se aburrió y saltó hacia abajo. A mí los gatos me dan un poco de miedo. Aunque me gustan. Me dan miedo sus ojos. Tan humanos. Pero no de un humano cualquiera, sino de un humano de esos a los que se puede llegar al alma directamente a través de sus ojos. Seguramente los han visto. De los gatos me gusta su carácter independiente. Su individualidad. Y también su hipocresía. Los gatos son los animales más hipócritas del planeta. Me gusta verlos moverse. Con tanta suavidad y delicadeza. Los gatos hacen selva en cualquier parte. Aún en la ciudad. Los gatos son los bonsais de los tigres. Y ahora que lo pienso, Julio Cortázar, aunque de padres argentinos, nació en Bélgica. En Bruselas. Quizá de ahí también su gusto por los gatos.

SIEMPRE OLVIDO EL PARAGUAS

Siempre olvido el paraguas y regreso con la cabeza mojada. No sé por qué ocurra eso. Pero pienso que es el inconciente. En el fondo me gusta mojarme. Hoy, debajo de la lluvia, como me ocurrió una vez frente a la fuente de Las Cibeles, en la colonia Roma de la ciudad de México, se hizo más patente mi existencia. Y el hecho de que soy parte de la naturaleza. A veces me dejo mojar por la lluvia, como si fuera una planta o un árbol. Pero, de lo que quería hablar no era de eso. Olvido el paraguas como olvido todo. Sufro del síndrome del distraído. Una enfermedad incurable, pero necesaria. El distraído imagina. Pasa el día entero imaginando. Y, ¿qué sería de la vida y del mundo sin la imaginación? Seguríamos en las cavernas. Eso es seguro. Pero de lo que quería hablar es de la Torre de Mons (Bell Tower). Y de cuánto me gusta. Pero no me gusta porque sea el monumento más antiguo de la ciudad (se comenzó a construír en 1661 y se completó en 1669), ni por la sonoridad de sus campanadas, ni por sus 270 pies de altura (aunque esto quizá sirva). No. Me gusta porque la puedo ver desde todas partes. Y así no me pierdo. Para un aventurero y caminante meticuloso como yo, contar con una torre como esa, que puedes ver desde los sitios alejados de la ciudad, una torre como esa es de lo más útil que pueda uno imaginarse. En ese sentido la torre es como un faro en medio de la niebla para los barcos. La torre está en el centro, poco más arriba de la Grand Place y muy cerca del cuarto que alquilo. Los que navegamos a pie las ciudades necesitamos de instrumentos de navegación. Pero yo, como decía, soy muy distraído. Y así como olvido el paraguas, frecuentemente olvido dónde estoy. Pero, ¿acaso alguno de nosotros sabe en dónde está? Parados en algún punto del universo. Sí, eso si no estamos soñando o si no somos el sueño o la pesadilla de alguien más. Pero sin saber adónde exactamente ni por qué.

viernes, 16 de octubre de 2009

VENTANAS

El eterno mirar por la ventana... Sí, mira por la ventana el que espera algo, el que no espera nada, el que lo espera todo. Las aulas de la universidad donde enseño tienen unos grandes ventanales. Hoy pasé un rato mirando hacia fuera. Las casitas de ladrillo, a lo lejos, los árboles deshojados, estirando sus ramas, mirando hacia arriba. El viento movía las señalizaciones y la hierba crecida del campo verde. Yo esperaba a que los alumnos llegaran a tomar su clase. Los ancianos suelen pasar largos ratos mirando por la ventana. Las ventanas hipnotizan. Parecen pantallas de cine. Todo puede pasar ahí afuera. Se puede caer un avión. Podemos encontrar sobre la tierra una señal extraterrestre. Puede pasar una mujer hermosa. O puede no pasar nada. Lo más interesante es cuando no pasa nada. Porque, en realidad, pasa todo. Pasa todo en el interior del que mira la ventana. Entonces la ventana es como una pintura. Imaginémosla así, si queremos, como una pintura viva. Por la ventana pasan como trenes las 4 estaciones del año. Por la ventana vemos paulatinamente caer las hojas durante el otoño, nevar durante el invierno, florear los árboles durante la primavera y el sol dorar la tierra durante el verano. Pero a veces duele el pecho de sólo mirar por la ventana. Porque la belleza es imposible. Porque la belleza, lo sabemos todos, cuando es demasiada, duele. Duele profundamente. Sobre todo las tardes lluviosas. Y qué decir del paso de la gente. Ignoramos la vida que han vivido, lejos del heroísmo y la gloria. Sólo sabemos de ese paso acompasado, ese paso hacia la muerte. Pero mirar por la ventana no es malo. Mirar por la ventana es un acto de contricción. Mirar por la ventana es una forma de orar, si se quiere. Sí, frente a una ventana, no es difícil llegar a la contemplación. Cuando estoy triste miro por la ventana. Cuando estoy alegre también. El secreto consiste en mirar largo rato y que la mirada no se estanque dentro de la habitación. La mirada tiene que salir hacia fuera, como si se salieran los ojos y se mezclaran con el paisaje. Entonces estamos afuera. Ya no estamos dentro. Nos fundimos con el exterior. Y si pasa un hombre con un abrigo largo lo acompañamos en su caminata y hablamos con él y, a miedo de extraviarnos, nos despedimos antes de que desaparezca de la ventana. Las ventanas por eso son buenas. Las ventanas, contrario a lo que se piensa, entran por los ojos. Y todo lo que está fuera desaparece dentro de nosotros. Quiero ser un hombre que mire mucho por las ventanas. No imagino la vida de una persona que no mire por las ventanas. Las ventanas, igual que los ojos, son los las puertas del alma.

LESSINES

Compré una botella de vino blanco. Vino español. Blanc de Blancs. Un vino de mesa, seco. Nada bueno. 2.50 Euros la botella. Escucho "La Patética", de Beethoven. Cuando mi sobrino J. (que estudia piano) la escuchó por primera vez le dijo a mi madre: Así es como se siente Juan. Refiriéndose a cómo me siento yo cuando me siento hondamente triste. Los psiquiatras deberían de escuchar a Beethoven y a Chopin. Hace tiempo que no me siento así (desde que estoy con T.). Esta tarde fuí a Lessines. Quise darle una sorpresa a T., que trabaja ahí, y regresarme con ella en su automóvil hasta Mons. Mi tren hasta Ath salió a las 2h40. Llegué a Ath a las 3h10. No conocía los paisajes de la campiña belga. Campos de flores, casitas de ladrillos con empinados techos de dos aguas, arboles que cambian de hojas y de colores en el otoño. ¿En qué consiste esa belleza del campo, que desciente sobre mí y de mí se eleva? El tren salió de Ath a las 3h21. Me bajé a las 3h33 en Houraing, un pueblo perdido en la nada. Recorrí una calle estrecha y larga. Encontré un pequeño cementerio para perros; había pocos, pero de todas las razas; ahí aparecían sus fotografías. Al llegar a Lessines supe que la calle que caminé se llamaba Chemin des croix. Llamé a T. y quedó de recogerme en el Intermarché, un supermercado, de ésos que hay aquí por todas partes. A las 4h30. Entré y compré un poco de fruta. A veces uno siente la necesidad de comer fruta. Al cuerpo lo que pida, ¿no? Metí un perón chino en una bolsa y la llevé a la caja. La cajera no sabía lo que era, de manera que no podía marcar el precio. Me dijo que iría a averiguar de qué fruta se trataba y regresaría. Había una larga fila de, al menos, 8 personas. Pero los belgas son, ante todo, gente muy amable. Puse mi cara de preocupación y de: "yo no tengo la culpa de que la cajera no sepa de qué fruta se trata". Pero todos me sonreían. Para ellos era natural esperar a que ella regresara. De manera que les sonreí también y esperé. Al salir, me senté sobre un cilindro de concreto y comí el perón chino y bebí un mokachino frío. Casi todas las personas que salieron del supermercado y me miraron ahí, comiendo mi fruta y leyendo a Tomás Espedal, me dijeron: Bon Appetit, Monsieur. Después, un niño se soltó de la mano de su madre y fue a verme. Tenía retraso mental severo. Me sonreía y me acariciaba la cara. No paraba de acariciarla. Yo cerré ligeramente los ojos y me dejé acariciar por sus manos suaves. Su made lo miraba y sonreía. Tenía los ojos pequeños. Muy pequeños. Ni una lágrima cayó de mis ojos, ni un suspiro profundo exhaló mi pecho. Largo, largo tiempo lo contemplé. Sin una lágrima, sin una palabra. Ese niño no me acariciaba con sus manos, sino con su espíritu. Por primera vez. Después se dió la media vuelta, subió en la parte trasera de un automóvil Hyundai, conducido por su madre. Y se marchó. Llegaste. Como siempre me gustaron tus vaqueros y tu suéter colog vino. Te hablé vagamente de él. Pero era imposible hablar de el tipo de amor que me hizo sentir. Subimos a tu automóvil. Tú y yo regresamos debajo de esos árboles altos y frondosos cuando, en la parte más alta de sus ramas, entrelazaban las manos y formaban un techo de ramas y de hojas que ensombrecían la carretera. Las nubes grises y pesadas se cernían sobre el campo. Me mostraste un tímido arcoíris. Y hablamos de todo el bien que nos hacemos. De la bendición, al final de cuentas, de tenernos el uno al otro. Al despedirnos, quise decirte que tu cuerpo y tu cara y tu piel blanca desafían toda descripción. Pero no tenía que decirlo. Hay cosas que se saben.

martes, 13 de octubre de 2009

LEER LAS CALLES

Pessoa decía que las calles son libros. Esta noche me perdí y fuí a dar a una calle miserable. Sobre los cubos de basura había montones de gatos. Las ventanas abiertas, el interior de los apartamentos, levemente iluminados. Sólo me topé con una mujer. Una mujer joven. Tenía la cabeza rapada. Un canal la atravesaba desde la frente hasta la nuca. Por un momento pensé que su cabeza era una extensión de la misma calle. Y sentí miedo de perderme en ese callejón sucio y deshabitado. Sólo un árbol seco. Una farola parpadeante al final de la calle. Una paisaje sombrío. Pero no todas las calles son como ésa. Ni las plazas. Ni los parques. Los hay también cubiertos de hierbas. Y eso que ven, ese cielo, es poca cosa. No es un cielo cualquiera sobre una ciudad cualquiera. Es un cielo revuelto sobre un cielo sin nubes, o sólo con unas cuántas nubes rasgadas, sobre las casas de tabique rojo aparente, todas iguales y todas diferentes. Un cielo que a veces permite contemplar sus estrellas, mientras abajo duermen, envueltos en sucias frazadas, los inmigrantes. Lo que se lee en las calles y en su gentes son las historias de la ciudad. Nadie tiene que contarlas porque se cuentan por sí solas. Esos rostos fatigados hablan del tedio y del trabajo diario. De las desdichas del hogar. De los sinsabores del tiempo. Los árboles son testigos silenciosos e impasibles. Sólo hay que ver la posición de sus ramas y la vibración de sus hojas. Las paredes de los edificios, grises por el humo de los escapes de los automóviles. Y esas caras tristes mirando a través de los cristales de los autobuses. Las calles son libros y narran historias de amor y dolor y desamor y terror y desolación y esperanza. Cada paso de los transeúntes es una palabra nueva en el abecedario y cada rostro una frase más. Por la noche se cierra un capítulo y se abre otro al amanecer. Siempre hay un entusiasta que camina por las calles lleno de vida y un soberbio e inconforme que, frente a una ventana, dice: "Sol, insolente y glorioso, no tengo necesidad de tu calor. Suspende tu trayectoria. Tú sólo iluminas las superficies. Yo busco quién ilumine las profundidades". Ha cerrado la noche sus puertas.

EL CEMENTERIO DE DESDESIHEIM

Hace dos fines de semana T. y yo fuímos a Alemania. El pueblito, si no me falla la memoria, se llama Desdesiheim. Las casitas son blancas y prolijas y uniformes. Las calles angostas, abarrotadas de bicicletas. La población, personas mayores. Desde que llegué, recordé ese libro maravilloso que escribió Tomás Moro: "Utopía". En Utopía (que significa: "No hay tal lugar") había una organización asombrosa. Cada año, los habitantes hacían un concurso de jardines por lo que sus jardines eran de lo más hermosos. Pero de lo que quiero hablar aquí es del cementerio de Desdesiheim. No es muy grande. Pero es el cementerio mejor organizado y ordenado y limpio y floreado del mundo. Pienso que el cementerio de Desdeihim es algo así como un compendio de la personalidad de los alemanes. Lo que me habla de su profundo desorden interior. Porque las personas que requieren tener en perfecto orden su exterior, normalmente son aquellas que tienen un terrible desorden interior. Si se revisa la historia de los alemanes, no es difícil entender el suyo. Ahí todo está en su sitio. Jamás vi un lugar así en mi vida. Las tumbas tienen sembradas las flores, ahí mismo, sobre la tumba, de manera que los deudos de los muertos no tienen la necesidad de llevar flores (lo que no quiere decir que no lo hagan también). De manera que las tumbas son, cada una, un pequeño jardinicillo floreado y multicolor (sobre una de esas tumbas estaba la rosa roja más grande que hayamos visto jamás). Sí, un jardín dentro de otro gran jardín que es el predio sobre el cuál está el cementerio. Pero las flores necesitan agua. Y, para que los familiares de los muertos no tengan que llegar cargando un balde de agua, ahí mismo hay unos tubos con varias regaderas de colores colgando. Así que sólo tienen que coger una regadera, ir hasta una llave especial donde se llenan las regaderas, dirigirse a la tumba y regarla. Para que no caminen mucho, hay regaderas en más de un sitio. Y claro, como la organzación es parte de los alemanes, los niños están enterrados en una parte del cementerio. Ahí T. se conmovió terriblemente, supongo que, siendo madre, comprendió el dolor de los padres de todos esos niños. Al salir del cementerio, salimos bajo un admirable frío y un el cielo azul pálido. Escuchando el sonido de esa suave brisa rozando los lóbulos de nuestras orejas. Le dije a T. que tenía ganas de "hacer una mexicanada" y robarme la rosa roja para ella. Pero, por supuesto, se trataba de una broma. Y´, en silencio (porque no quise parecer pretencioso frente a T.), recité unos versos de Whitman: "Yo no soy una tierra ni lo accesorio de la tierra/Soy el camarada de las gentes todas/tan inmortales e insondables como yo/(ellas ignoran su inmortalidad, pero yo la conozco, la sé).

EL PRIMER DÍA DE CLASES

Cuando se habla del primer día de clases todo el mundo piensa en los pobres alumnos. Pero nadie piensa en los pobres profesores. Recuerdo mi primer día de clases. Entraba al Kindergaden y llevaba un sombrero de granjero (ni siquiera de vaquero). Mi madre me llevaba de una mano y mi padrastro de la otra. En la puerta estaban apostadas algunas maestras, ya saben, con sus mandiles azules a cuadros y sus camisetas blancas. Todas ellas muy sonrientes y solícitas como son todas las maestras de kindergarden. Pero, al verme, con el sombrero en la cabeza y esa cara de pocos (como se puede ver en la fotografía que aún conserva mi madre de aquel día) amigos, echaron a reír. Ahora, a la vuelta de los años, puedo comprender que no se burlaban de mí, sino que sentían ternura por mí y por eso se reían. Pero en ese entonces pensé que se burlaban. Y tampoco, causar ternura, es algo que me entusiasme. A lo que yo respondí lanzando el sombrero al suelo y pisándolo en repetidas ocasiones. Después le dije a mi madre que yo no quería ir a esa escuela. Y antes de que ella pudiera decir algo, mi padrastro, que era consentidor y que tenía una muy mala opinión del sistema educativo, le dijo a mi madre que me llevarían a otra escuela. Y así fue. Desde ese día aprendí a hacer lo que me venía en gana. Pero quería hablar del primer día de clases de un profesor. Hoy fue mi primer día como profesor de la Universidad de Louvain, donde imparto clases de español a estudiantes de ciencias económicas y políticas. Dos áreas en las que me especialicé. La experiencia es traumática, igual que la de un niño. El niño teme por quiénes serán sus compañeros de clase y cómo lo tratarán, si será aceptado o no. En el maestro rara vez piensan. Su antención y su trauma se fija en los compañeros. Y puedo entenderlos, nunca faltan los bravucones, los burlones, los déspotas. Los niños son las criaturas más crueles de este mundo. El profesor también les teme a los estudiantes. Hoy impartí tres clases, cada una con 25 estudiantes de todas las nacionalidades imaginables: belgas, franceses, marroquíes, ucranianos, italianos, albaneses, holandeses y alemanes. Sus ojos estaban fijos en mi persona. Por un momento creí que sólo estaban esperando a que cometiera un error. Cualquier error, por mínimo que fuera, para echármelo en cara. Y sucedió. Primero con el alfabeto castellano, cuando olvidé escribir la LL en la pizarra. Después, y este fue mucho más grave, cuando olvidé escribir el cero dentro de los números del 1 al 20. No tardaron en hacerme notar mis faltas. A lo que yo respondí con una sonrisa, un: I am sorry (en inglés), Pardon (en francés) . y luegos hice la corrección. Sin embargo, me dije que ahí el maestro era yo. Y empecé a poner en apuros a los estudiantes. No cabe duda, el ataque es la mejor defensa. Sí, los obligué a pronunciar las palabras sin errores. Después, los puse a hablar. A formularse preguntas y respuestas, entre ellos. Moderaba mi voz de acuerdo a lo que quería obtener de los estudiantes. La bajaba para pedirles que hicieran algo y la subía para felicitarlos. Sí, al fin lo comprendí, eso era lo que querían. Querían saber que lo estaban haciendo bien. Cuando llegan con una actitud amenazadora, lo que tienen no es soberbia, lo que tienen es miedo. Y, ¿no es la soberbia la mejor manera de disfrazar el miedo? Se muestran retadores para que sus compañeros no noten el miedo. Claro, por supuesto, también era su primer día de clases, una experiencia traumática. Y los había bravucones y burlones y déspotas. Pero también tímidos. Tan tímidos como era yo de niño. La clase terminó con un coro muy entusiasmado, ejecutado por un grupo multicultural que cantaba el abecedario y los números maravillosamente. Mejor de lo que lo hubiera hecho un coro gospel de una iglesia protestante en Harlem o de lo que lo hubieran hecho los Niños cantores de Viena.

lunes, 12 de octubre de 2009

CAMINAR

Desde que llegué a Mons he caminado como loco. He recorrido la ciudad de punta a punta. Siempre me ha gustado caminar. Caminar revitaliza todos los órganos del cuerpo. Oxigena la sangre. Cada vez, con la práctica, los tiempos de las distancias se acortan. Cuando caminas todos los días, durante mucho tiempo, llegas a acostumbrarte al punto de que caminar se convierte en una especie de levitación en movimiento. Salir a caminar es ser libre. Esfumarse, desaparecer. Como cambiar de nombre y de identidad. Salir a caminar sin fijar un rumbo fijo, un destino. A pie, la proximidad de las cosas adquiere otra dimensión. A esda distancia pode,os hacer nuestras todas las cosas y a las personas de la ciudad. Salir a caminar sin buscar nada particular. Sólo caminar y perderse por las calles y las callejuelas y detenerse un momento en un escaparate a ver una tienda de productos de cacería o una boulangerie o patisserie, hojear Le Soir (aunque no entiendas una carajo de lo que dice) en una press shop, Eso, sin olvidar todas las grandes ideas y cosas que surgieron caminando: Rosseau fue un caminante apasionado y gran parte de sus ideas surgieron en sus paseos a pie (para Rosseau el caminante es una persona sencilla y pacífica. Es libre). Soren Kierkegaard (el padre del existencialismo) decía: "Ante todo, no pierdas las ganas de caminar". A los alumnos de Aristóteles los llamaban los peripatéticos, del griego: peripatéin: pasear. Pues Aristóteles retomó la tradición griega de pensar con caminar. Los estoicos recibieron su nombre por la stoa, una senda por donde filosofaban. Kant caminaba todos los días por Königsberg. El problema está en que, una vez que uno se acostumbra a caminar a lo largo y ancho de la ciudad, siente que domina esa ciudad como un rey que, desde lo alto de su castillo, dominase todo su territorio. El que recorre a diario una ciudad a pie se convierte en el rey de esa ciudad. Y entonces, ya no se quiere utilizar el automóvil o el autobús o el metro. Todos aquello que transporte y que no sean los dos pies y las dos piernas resulta terriblemente anodino.

BARRER HOJAS SECAS

El otro día caminé por la Rue d´Havré. Las hojitas verdes de los arbolones de la acera temblaban y se agitaban con el frío viento de la tarde. La acera estaba cubierta de hojas secas. Un hombre barría las hojas secas. De todos los trabajos del mundo, ese me habría gustado desempeñar: barrer las hojas secas de una ciudad. Al barrer las hojas secas lo que barremos es el otoño. Y con el otoño la nostalgia de todo aquello que vivimos alguna vez, que nos hizo felices, y que jamás volverá a ocurrir. Al barrer las hojas secas lo que barremos es la belleza de esos árboles que están ahí, desde quién sabe cuándo, y que nunca se han quejado de nada. Lo que barremos es nuestro temor de que el tiempo pase y nosotros envejezcamos y nuestros sueños de juventud sean cada vez más inalcanzables. Lo que barremos son nuestras tristezas vividas a lo largo del último año. Lo que barremos es la esperanza de vivir un otoño más, y volver a ver esas mismas hojitas de los árboles temblando con el viento frío de la tarde. Las mismas hojitas que un día nos tocará barrer a nosotros. Secas y muertas. Como terminaremos todos nosotros y nuestros seres queridos, dentro de cien años. Ahora, seamos honestos. Nadie quiere, en realidad, barrer las hojas secas de una acera o de un jardín. El jardín es más hermoso con sus muertos que sin ellos.

LLUVIA

Durante dos días llovió sin parar. Pasé casi todo el día en mi cuarto, mirando por la ventana. De eso ya hace dos días. Las calles vacías, desiertas. Permanecí largos períodos de tiempo mirando el cristal de la ventana. Primero limpio. Luego se empezó a llenar de gotas. Me acerqué un poco más al cristal, para mirar de cerca esas gotas que se aplastaban en el vidrio. Entonces fue inevitable pensar en Julio Cortázar. "El aplastamiento de las gotas". Cortázar, escritor de fuertes intuiciones, tenía la cualidad de darle significado a todo lo que parece no tenerlo. "Yo no sé, mira, es terrible cómo llueve...". "Goterones cuajados y duros que hacen ¡plas! y se aplastan como bofetadas unos detras de otros. ¡Qué hastío!". Pensé en una sola de las gotas de lluvia que estaba pegada en mi ventana. ¿Cuál era su destino antes de ir a parar justo frente a mis ojos al tiempo que yo pensaba en julio Cortázar y en esa manera que tenía de darle importancia a las gotas de lluvia o a la caída de un terrón de azúcar al piso? Quizá su destino era la fría acera. Pero el vieno la desvió hacía la ventana para hacerme reflexionar. Sobre la importancia de todas y cada una de las cosas que me rodean. Igual que la manera como esa gota de agua, conforme se resbaló hacia abajo en el cristal perdió su tamaño y su vida y, al llegar al marco de madera, terminó por desaparecer. Walt Whitman nos enseñó (en "Canto a mí mismo") que el trabajo de las hormigas no es menor al trabajo de las estrellas. La lluvia, más allá de lo que digan los geólogos o los climatólogos, una función: darle un poco de paz y de nostalgia al espíritu. Y esa gota de lluvia, aunque nadie la hubiese mirado, cumplió con su función. Tal como Julio Cortázar nos habría enseñado.

EL CIELO

Hoy recibí, por correo electrónico, una fotografía del cielo, de mi amiga Rosa Corzo (estoy esperando su autorización para subirla al blog, pero es probable, si piensa enviarla a algún concurso, que no me lo autorice). Parece un cielo pintado a mano. Quizá por algún pintor atormentado: Jackson Pollock o alguien así. Lo primero que me llamó la atención fue el movimiento. La cámara no logró (y eso es lo más maravilloso) estatizar las nubes. No las logró dejar fijas en el tiempo. Esas nubes, a pesar de estar en una fotografía, siguen en movimiento. Me gusta pensar que a las nubes no las mueve el viento. Sino los pensamientos de todas las personas buenas que ayudan a sus gentes. En la fotografía: las nubes grises y blancas parecen luchar entre sí para dominar el cielo (como la eterna lucha del bien y el mal). Se trata de unas nubes insolentes y gloriosas que siguen una inimaginable trayectoria, y que pasan por encima de nuestras cabezas con un peligro inminente. A mí los paisajes tranquilos y hermosos poco me conmueven. A mí me conmueven los paisajes turbulentos. Siempre he creído que cuando observamos una obra de arte, ésta nos proyecta una parte de nuestro interior. Pero hay algo más. Quizá, lo más importante. Y por eso me gusta la fotografía. Ese cielo imposible, no es mi cielo, ni tú cielo, ni el cielo de nadie. Es el cielo de Rosa Corzo. Porque si yo lo hubiera visto, el mismo día y en el mismo instante en que Rosa Corzo lo fotografió, yo habría visto otro cielo. Mi propio cielo. Rosa, en cambio, sacó una fotografía del mismo cielo, pero visto a través de sus ojos. Y es más fácil mirar ese cielo desde los ojos de Rosa Corzo que mirarlo a través de los míos. No sé si yo podría haberlo visto directamente, sin afectarme. En cambio, pasado por los ojos de Rosa Corzo, ese cielo adquirió un carácter más humano. Y adquirió rasgos de Rosa Corzo. Ese cielo me habla del cielo y las nubes y las tormentas y el viento. Pero sobre todo me habla del interior insondable del ser humano que sacó la fotografía. Y eso, al final de cuentas, es lo que más me interesa.

domingo, 11 de octubre de 2009

CONVIVIR CON EL ESCRITOR

Esta tarde, más bien, esta noche, porque cuando me asomo por la ventana o bajo el frío y oscuro cubo de la escalera y miro hacia fuera, encuentro ya, cuando todavía no son las 8 de la noche, una noche inmensa y silenciosa. Llevo media hora leyendo a Enrique Vila-Matas. Para los amantes de la literatura, y de encontrar literatura y escritores y citas por todas partes, leer a Vila-Matas es un placer. He leído algo interesante. El binomio Borges-Bioy Casares es, quizá el más fecundo de la literatura. Juntos, los dos escritores argentinos escribieron algunas de las mejores páginas de la literatura. En el diario de Bioy, aparece cerca de mil veces la nota donde se puede constatar que Borges había ido a comer a su casa. Pero la esposa de Bioy ya no quería que Borges fuera tanto. Y eso lleva a Vila-Matas a reflexionar sobre el hecho de que, mientras algunas personas hubiesen dado todo lo que tenían por convivir con Borges, a ella no le interesaba para nada. Es decir, algunos quieren algo con todas sus fuerzas y jamás lograrán conseguirlo, mientras que otros no lo quieren y les llega con una facilidad asombrosa. Paradojas de la vida. Inexplicables. El otro caso es el de Fernando Pessoa, para muchos, el mejor poeta (y narrador) del siglo XX. Su hermana menor convivió con él de cerca. Pero dice que no pasaba mucho tiempo a su lado, a pesar de que vivían juntos y de que Pessoa era un hombre muy solitario. Al final de su vida, pues ella vivió casi cien años, reflexionó sobre todo el tiempo que pudo pasar con un escritor tan importante (que además era su hermano) y, simplemente, no lo hizo, y dejó que él pasara la mayor parte del tiempo solo. A veces él quería leerle algo de lo que habían escrito él o alguno de los tantos heterónimos que cultivó. Ella lo escuchaba un poco, pero nada más. En las páginas de la poesía de Pessoa y en algunas páginas de su narrativa está contenida toda la espesura del espíritu humano. Dicen que no es fácil convivir con los genios. Normalmente son personas difíciles y solitarias. Con tendencia a la depresión. La sensibilidad que requieren para lograr obras de esa magnitud tiene un precio que pagar. En ese sentido algunos genios son como mártires de la humanidad. Sufren ellos para dejarle a la humanidad un mundo un poco más bello. Menos hostil. O más humano. Pero hablaba de esta noche. Esta noche inmensa y silenciosa, en la que, tumbado boca abajo en un colchón, leía a Enrique Vila-Matas.

I CAN´T FIGHT NO MORE

Este sentimiento casi constente de soledad me ha devuelto a mi locura de escritor. Esta mañana, bajo el frío otoñal, recorrí la Rue de Nimy, una calle que se ha convertido en mi recorrido habitual para salir y entrar al centro de la ciudad. Al llegar a la Grand Place escuché los tañidos del campanario, el monumento más antiguo de Mons. Pero lejos de sentir esa paz que proporcionan las campanadas de las iglesias y que nos recuerdan a nuestros antepasados, me llené de tristeza. Así seguí caminando hasta que fuí a dar a un parque cerca del Hôtel de Ville. Me senté y, ante el desordenado sonido de las aves, me puse a separar los sonidos, uno a uno. Un pájaro gorgoreaba, otro piaba, otro hacía un sonido extraño y lúgubre. Alcancé a ver entre las ramas a un soberbio cuervo, negro, grande y de plumas brillantes y lisas que me recordó al Cuervo del cuento de Edgar Allan Poe. Ahí, abatido, pensé en uno de mis libros de cabecera: "Deseo de ser piel roja", del catalán Miguel Morey. El texto ganó el "Premio Herralde" de ensayo. Miguel Morey compara a su abuelo con el indio Joseph, un piel roja que, ansiando la libertad a la que aspira todo piel roja, vivió sus últimos confinado a una reserva. El abuelo de Morey, un hombre libre, vivió sus últimos años confinado a un asilo para ancianos. Hasta que un día dijo: I can´t fight no more. Sólo esa frase. Una frase corta y profunda y contundente que lo encierra todo. Un hombre que ha luchado toda su vida y un día dice: "Me he cansado de luchar". El abuelo de Morey, cansado de la soledad y de la vejez y de la enfermedad, dejó de comer y murió. Lo que me recuerda a mi tío Juanito, propietario de un naranjal impecable donde vivía. Los tres secretos de la felicidad, decía, son beber un jugo de naranja diario, dormir temprano y sonreír. Vivió una vida feliz. Y a los 91 años les dijo a sus hijos que se iría a ver un poco de televisión y después a morir. Los hijos no le creyeron. A la mañana siguiente la televisión estaba encendida y él estaba muerto y su cadáver más frío que los objetos de su habitación. Llevaba un mes sin comer. Esta mañana, sentado en la banca, por un momento pensé: I can´t fight no more. Y sentí que mi lucha contra la soledad está perdida desde hace tiempo. No se trataba de morir. Sino de dejar de sufrir. Morir no es la única manera de salirse por la puerta de emergencia de la vida. También ser indiferente. También adoptar la actitud de un perdedor. Dejar de luchar por la felicidad. Eso también es morir. Tengo la costumbre de huír de la soledad aislándome. Y eso es lo que hago cuando me siento solo, busco un parque como ese y, silenciosa mi alma, me siento a escuchar el agua de alguna fuente, la caída de las hojas o los cantos de las aves. Hace unos días, en la sala de maestros de la FUCAM, un campus de la Universidad de Louvaine, donde esperaba una entrevista de trabajo, conocí a una maestro de inglés y holandés y observador de aves. Me dijo que no hay mejor sitio para observar las aves que el norte de España. Pensé cuánto me gustaría ser amigo de ese tímido y profundo profesor de idiomas. También pensé que quizá nunca más vuelva a verlo. Y que las personas que conocemos en encuentros furtivos siembran una semilla en nuestro interior y después se marchan como esos árboles hermosos y fugaces en los paisajes vistos desde un tren en movimiento. Porque el destino del hombre en la tierra y de sus encuentros es la fugacidad. Sólo nosotros permanecemos inertes y todo lo demás gira o pasa frente a nuestros ojos. Algunas cosas y algunas personas se detienen por un momento, largo o corto, pero al final terminan por retirarse. Y nos volvemos a quedar solos. Y al final siempre estamos solos. Como escribió alguien: "somos siempre nosotros, y unos cuántos amigos". Y la prueba más irrefutable de nuestra soledad, es el hecho de que nadie puede nacer, vivir y morir por nosotros. Nos pueden acompañar en esos procesos, pero nadie puede vivirlos por nosotros. Es por eso que somos seres solitarios, pero también libres. Ser observador de aves debe de ser una de las cosas más bellas del mundo. ¿No es a la vida de las aves a la que aspira todo ser humano? El cazador le quita la vida a su presa. Es la libertad del animal lo que quiere. Es su belleza. Y por eso lo mata. Pero el observador de aves caza mucho más que al animal. Se queda con su libertad. En Tuxpan, me gustaba sentarme frente a la casa de mi madre, en la rivera, a observar a los tordos, esos pájaros negros que hay por millones y que salen todas las madrugadas de los almendros y regresan por las tardes, disputándose furiosamente las ramas. Los cantos de agresividad que emiten cuando llegan a los árboles, tratando de ganarse una rama para aquella noche junto a su parvada, son cantos absolutamente apabullantes. Me gustaba imaginar que, temprano elevaban el vuelo y buscaban comida durante el día. No almacenaban nada, sólo buscaban lo que comerían ese día. Picoteaban las naranjas y los mangos de los árboles. Seguramente sacaban algunos gusanos de la tierra. Surcaban los cielos en maravillosas formaciones. Y al final del día regresaban. Entonces sonó mi teléfono móvil. El ruido de mi móvil, que comienza más suave y, conforme pasa el tiempo y no lo respondo, se vuelve fuerte y áspero, me sacó de mis pensamientos. Y recordé a Emile M. Cioran. Decía que siempre hay tiempo de morir, así que no hay por qué apresurarse. No tiene que ser hoy. Volviendo a la frase de Morey: I can´t fight no more, decía que es una frase profunda. Lapidaria. Sí, el que se ha entregado con cuerpo y alma a la batalla, como el indio Joseph, como el abuelo de Morey, como mi tío Juanito, es el único que puede decir: "Estoy cansado de luchar". Y abandonar, con la frente en alto, la batalla.

sábado, 10 de octubre de 2009

EL MOCO

Hace unos días T., el pequeno hijo de T., me regaló un moco. Lo cargaba, cuando se saco un moco, lo hizo bolita con los dedos, y me lo entregó. "Toma, Juan, un moco", me dijo. Yo lo tomé en mis dedos. Dudé entre guardarlo en el bolsillo de mi pantalón y arrojarlo con mis dedos. Hice lo segundo, aunque bien pude haber hecho lo primero. Si se piensa bien, no existe regalo más lindo que un moco. Eso me llevó a recordar un cuento malogrado que alguna vez escribí y, como tantos otros, terminé por destruír. Un personaje bizarro visitaba los velorios para tratar de obtener; en su panuelo, las lágrimas de las viudas hermosas. Era algo así como un fetichista de lágrimas. Y es que no hay nada más puro que las lágrimas de una persona. Creo que quien bebe las lágrimas de una persona bebe la verdadera sangre de su corazón. Las lagrimas contienen la tristeza y la alegría de la persona. Pero, volviendo al moco de T., para un nino un moco no es una secreción que deba de ir a parar a un panuelo, un moco es una parte de si mismo, de su infancia, de su inocencia. Cuando un nino te regala un moco lo que te regala es una muestra de confianza infinita.

EL PAISAJE

Una vez leí, en el libro "Hammerklavier", de Yazmina Reza, sobre una mujer mayor, que se la pasaba mirando las guerras en televisión. En ese momento estaba mirando la guerra en Afganistán o en algún sitio de los Balcanes. Alguien le preguntó por qué le gustaba tanto mirar la guerra (si la guerra es algo abomible y más abominable que la pasen por televisión). Y ella respondió que no era la guerra lo que miraba, sino los paisajes que habían detrás de las imagenes de la guerra. Unas montañas hermosas. Las guerras casi siempre ocurren en aquellos lugares inaccesibles de las montanas con rocas escarpadas y niebla. Eso mismo, creo yo, puede aplicarse para todo en la vida. Detrás de toda belleza existe algo de fealdad y detrás de toda fealdad existe algo de belleza. La vida es un un paisaje hermoso cubierto por una guerra atroz.

QUEMAR LAS NAVES

Hace algún tiempo leí que una aventura (a ventura) es aquella donde se corre un riesgo pero donde se tiene la posibilidad de obtener el mundo con ese riesgo. Eso me lleva a pensar en el viaje que hizo Hernán Cortés a la Nueva España y, después, del momento en el que, en la Nueva España, quemó sus naves para que ningún soldado de su tropa regresara a Cuba. Siempre me ha parecido algo muy "cojonudo" por parte de Cortés hacer eso. Así evitó las conspiraciones que se estaban cocinando en su contra. Aunque, si leemos a Bernal Díaz del Castillo, sabremos que, en realidad, no "quemó" las naves, sino que las barrenó. Las hundió. Pero no es es tipo de aventura o esa quema de naves la que me interesa. Es cuando una persona quema sus propias naves y, a riesgo de perderlo todo, se embarca en una aventura que, generalmente, parece imposible. Creo que se requiere de un inmenso valor y de una capacidad para el desprendimiento admirable. Javier Cercas narra brevemente la historia de un amigo suyo que abandonó a la ciudad de Lisboa, a su mujer, a un futuro prominente por irse a España con la mujer que en realidad amaba a trabajar en una gasolinera. La primera vez que decidí quemar las naves fue hace unos 4 años. Dejar todo en México e irme a Madrid. Quería una vida nueva, pero no sabía qué vida era esa. Y creo que ahí estuvo mi error. Cuando uno hace una decisión que implica la "no vuelta atrás", como es la de quemar las naves, uno tiene que saber más o menos lo que quiere. Que es algo, generalmente, opuesto a lo que tiene. Pero si se trata de huír, lo más probable es que se fracasará. No se queman las naves para huír, sino para buscar la felicidad. Porque la felicidad, si no existe, nuestra obligación es inventarla. En esa ocasión le pedí a mi amigo y maestro de guitarra, Miguel Ángel Olmos, que me prestara el garage de su casa, en la Condesa. Ahí malbaraté todo lo que tenía: muebles con diseño italiano, de caoba, reproductor de música Bosé, 200 CD´s y 1,200 libros. Todos excelentes. Duré cuatro meses en Madrid. En esa época estaba medicado, al borde de la intoxicación, para el Trastorno Bipolar. Hace poco más de un mes decidí volver a quemar las naves. Esta vez por amor. Claro que esta vez no tuve que vender sino unos cuántos libros a la librería de viejo de Max Ramos, "El Hallazgo", en la calle de Mazatlán. Ahora estoy estable. O más o menos estable. Y he decidido quemar las naves, ganar el mundo. A riesgo de perderlo. Pero no imagino una vida sin aventuras. Los hombres nacimos para ser felices y para encontrar la felicidad en donde quiera que se encuentre. Pero tenemos miedo. Y el miedo, más que ningún otro sentimiento humano, es su aliado más cercano.

EL OTRO LENGUAJE

Hace dos semanas viajé a Bruselas para dejar mi currículum vitae en el Instituo Cervantes. De regreso abordé un tren en la Gare Du Midi. Regresaba a las 16:46. Me acomodé en el asiento. Afuera, había dos jóvenes manoteando. Pronto descubrí que no manoteaban. Estaban hablando el lenguaje de los sordomudos. Me conmoví. ¿Cuál de los dos era el sordomudo? ¿O eran los dos sordomudos? ¿Se conocerían en una escuela de sordomudos? El lenguaje que utilizaban me pareció poético y se tocaban mucho el corazón, por lo que adiviné que se extrañarían. Ella se quedaría en la estación y él subiría al tren. Él, desde la ventanilla, ella, en el andén, seguían comunicándose a señas. Por un momento pensé que el lenguaje de aquella joven pareja de sordomudos se parecía a la danza. Y recordé a Vaslav Nijinsky. Hace tiempo leí sus diarios en uno de esos sillones negros del Fondo de Cultura Económica Rosario Castellanos de la ciudad de México. Son una joya, desde el punto de vista literario. Enloqueció a los 31 años, y sus diarios, a pesar de haber sido escritos en plena locura son, al igual que los diarios de Strindberg y las cartas de Van Gogh a su hermano Theo, de una lucidez asombrosa. No creo que exista un bailarín superior a Nijinsky. Jean Cocteau escribió: "Nijinsky ejecutaba un salto tan contrario a las leyes de la gravedad, describiendo una trayectoria tan elevada que yo nunca volveré a oler una rosa sin que el espectro aparezca". Una vez, cuando le preguntaron a Nijinsky si era muy difícil saltar como él lo hacía, dijo: "No, no. No es difícil. Lo único que se necesita es subir y pararse un rato arriba". La danza expresa con movimientos corporales emociones y sentimientos humanos que, de otra manera, serían inexpresables. Eso es lo que yo miré en aquellos jóvenes. Lo que ellos hacían con las manos y los gestos era un poema de amor. Una danza con las manos. No era el lenguaje de los sordomudos, en sí, lo que me dejó perplejo, puesto que ese lenguaje lo había visto muchas veces en la televisión donde ponían a una sordomuda a traducir para los sordomudos las noticias. Eran los sentimientos y las emociones de esos dos jóvenes al traducirlos con las manos y los gestos. Al final de cuentas, eso es el arte. El arte es siempre una traducción. Una traducción de lo inombrable.

TRIBU URBANA

Ahora quiero hablar de una tribu urbana que merodea por las calles de Mons. Se trata de unos Neo algo. Pero no sé Neo qué. Evidentemente, no son Neo hippies. Los hippies se rebelaron al establishment de su época y cargaron consigo el estandarte del amor. Recoremos las frases: Peace & love y la emblemática frase de John Lennon y Yoko Ono: make love, not war. Aún aquellos resquicios del hippismo de los 60´s y 70´s conservan su escencia. Son pacíficos, les gusta la música folk o folk pop y otras vertientes musicales, pero siempre con una letra de fondo espiritual (Bob Dylan, Rolling Stones, Cat Stevens, Janis Joplin, Doors). Los hippies no piden limosna. Venden collares, pulseras tejidas y cosas así. Me pregunto si son Neo Punks. Se parecen más a los punketos que a los hippies. Cabezas rapadas por partes, botas de obrero, pantalones embarrados, piercings en los labios y en las cejas. Pero aquellos punks que derivaron de los Sex Pistols en Inglaterra eran violentos. Estos no parecen ser particularmente violentos. Quizá no sean ni lo uno ni lo otro. El caso es que hay un grupo de vagos que suele reunirse en un obelisco (de donde hoy fueron desplazados, pues pusieron ahí una granja con patos, gansos, cabras y conejos, que resultó en un problema, pues una cabra le dió un tope a un niño y lo hizo llorar, un ganso lastimó con el pico a un conejo y otro conejo saltó la cerca y subió corriendo por el Peatonie) y ahí piden dinero. Hacen algunos malabares, pero ningún número bien montado. Tienen un perro con ellos. Es frecuente verlos también en las puertas del Delhaize supermarché de la Rue de Nimy o del Carrefour de la Rue d´Havré. Ahí piden dinero, comen y beben y regresan al obelisco. Son un grupo numeroso pero en ocasiones se fragmentan y los sub-grupos se pasean por las diferentes calles de la ciudad. Entrada la mañana empiezan a beber, directamente de la botella, algún licor fuerte. Y supongo que beben hasta bien entrada la noche. Fuman. Se drogan. Sus edades oscilan entre los 20 y los 45 años. Entre ellos hay una joven bonita, con unos ojos de un verde hermoso, pero están vacíos. Mucho me pregunto quiénes son estos jóvenes y por qué son lo que son. Me parecería absurdo pensar que son unos rebeldes de la Unión Europea. No creo que tengan ninguna ideología. Tampoco manifiestan ningún arte. El anarquismo sin ideología es vagancia. Habría que preguntarles cuál es su ideología. ¿Pedir dinero sin dar nada a cambio? Desde mi punto de vista, no son ni artistas callejeros ni rebeldes, sólo una bola de vagos que se visten de manera estrafalaria y pasean perros y fingen algunos malabares. Este es un país que defiende la libertad. Cada quién es libre de hacer lo que quiera, siempre que no infringa la ley. Por eso están ahí. Ensuciando la ciudad. Porque las personas también forman parte del ornamento de las ciudades. Me pregunto quiénes son. De qué hablan. Si tienen sueños, ilusiones. Aunque no creo que nada de eso les quede ya. Creo que lo han perdido todo. Y ocultan su miedo y su desesperación en esos disfraces estrafalarios. Son Neo algo, estoy seguro, pues los he visto alrededor de todo Europa. Ojalá que, al menos, como los Beatnicks (Burrougs, Ferlingeti, Kerouac, Bukowski), escribieran poesía. Poesía obsena. Pero magnífica poesía obsena.

RUE DE BELNEUX

Empezaré esta crónica por una calle. Bueno, en realidad no es una crónica, se trata sólo de la descripción de la calle. Aunque a decir verdad no hay mucho que decir. Sólo que es la calle donde vivo. Vivo en el ático de un edificio. En el número 3 altos 9. Dos vigas de madera cruzan las paredes y el techo de mi habitación. No está mal. Es un sitio agradable. Las paredes, a pesar de su color claro, son angustiantes. Entramos en la segunda semana de otoño. He pasado la mañana tumbado en el colchón. Recuerdo esos lunes que faltaba a la escuela y prefería pasarlos entre las sábanas frías y entre el sueño y la vigilia. Después me puse un abrigo y me refugié en él. Sacaba a pasear mis tristezas. Recorrí la calle debajo de la lluvia. Las gotas de lluvia, largas y puntiagudas, parecían balas de plata atravesando el paviemento. La calle no es muy larga. Es apenas un callejón, triste y vacío y gris. De aquí salgo todos los días para llegar a la Rue d´Havré o a un callejón empinado que lleva a la Grand Place. Ahí hay un restaurante de comida griega, nourriture grecque, apenas alumbrado por velas blancas y tenues. A veces miro por las ventanas. Y recuerdo a Robert Walser, ese escritor suizo, ese paseante solitario, asomado a las ventanas de las casas, donde las familias se reunían alrededor de la chimenea encendida, y él, que siempre vivió solo, que nunca tuvo se casó, que nunca tuvo una sola posesión en vida e incluso los libros que leyó fueron prestados (y es el escritor suizo más importante y maestro de Kafka, Thomas Mann y Robert Musil) añoraba tener un hogar. Siempre me digo que algún día voy a invitar a T. a cenar ahí. Aunque también sería un buen lugar para ambientar un cuento. Un cuento que hable de encuentros. De esos encuentros que siempre me han fascinado. Como el del joven del cuento de Yasunari Kawabata que conoce a una muchacha en el tren, a través del reflejo del vidrio de la ventanilla, mientras ella se acomoda un mechón de pelo detrás de la oreja con un dedo meñique. O el encuentro de un cuento que yo mismo escribí y que terminé por destruír, donde un joven conoce a una mujer debajo del toldo de un café, mientras ella se guarecía ahí de la lluvia. Después atravieso la Grand Place. Es viernes, de mañana, y hay puestos de plantas y flores. ¡Han traído un pedazo del campo a la ciudad! Por un momento el cielo gris y los rostros grises de los habitantes de Mons se llenan de luz. Paso el día buscando trabajo. Pero en un momento del día dejo de ser yo y me convierto en tú. O en cualquier persona. Cat Stevens canta: "If you want to be you, be you, And if you want to be me, be me" Y por la noche regresas a la Rue de Belneux. Entonces está completamente oscura de una oscuridad penetrante como la de un bosque o la del cielo cuando se le mira de noche desde un lugar cerrado. Y al entrar, cruzas la Rue Peine Perdue y entras en tu calle, y la calle está mojada y la sucia basura que temprano acomodaron prolijamente en bolsas de basura ahora está arrojada en la esquina y entras y te fundes con la oscuridad y es entonces cuando te conviertes en un fantasma. Ahora, con esa condición de fantasma, llegas hasta el portón de madera de tu edificio y buscas la llave en el fondo del forro de los bolsillos de tu abrigo azul marino. Y piensas en su belleza y en tus manos indignas cuando la tocan. Y quisieras tener en ese momento sus manos entre las tuyas. Y no soltarlas más. Porque el miedo de perderlas es más grande que el miedo que le tienes a esa calle oscura. Entras. Saludas al vecino del 1, Un negro amable y bajito y regordete al que los ojos le brillan en la oscuridad. Es investigador de la Université de Mons. "comment ça va?" le preguntas. "ça va bien", te responde. Sigues subiendo y te sigues topando, ahora, con estudiantes negros y ruidosos y con dos lesbianas. Cuando entras en tu habitación, una gotera. Y te quedas en silencio, escuchando el tac, tac, tac. tac, intermitente, del agua cuando golpea el suelo. Ese mismo sonido que termina por arruyarte aunque te resistas a dormir y te lleva al sueño. Al sueño profundo. Y justo antes de quedarte dormido, recuerdas los versos de un poema de Borges: "Si el sueño fuera una tregua, un puro reposo de la mente, ¿por qué, si te despiertan bruscamente, sientes que te han robado una fortuna?". Y sabes que al día siguiente tienes que despertar.

OBRA PERDIDA

Encontré, sentada en las escaleras de la Église de Saint-Elizabeth, a una mujer escribiendo frenéticamente sobre hojas de papel blancas y después destruyéndolas y dejándolas tiradas en las puertas de la iglesia. Me acerqué a tratar de levantar alguna, pero brincó en cólera y comenzó a gritarme de manera violenta. No sé qué tanto escribe aquella enferma mental. Sólo sé que muchas obras maestras de la literatura estuvieron a punto de destruírse o fueron destruídas. Lo cuál me lleva de inmediato a pensar en Kafka, para muchos, el mejor escritor del siglo XX, que le pidió a su amigo y albacea, Max Brody, que destruyera su obra. Afortunadamente, sabemos que Brody lo desobedeció. ¿Por qué quería que la destruyera? Seguramente porque pensaba que no era lo suficientemente buena. Franz Kafka siempre fue un escritor y un hombre inseguro. Ernesto Sábato también estuvo a punto de destruír: "Sobre Héroes y tumbas". Pero los ejemplos son infinitos. ¿Por qué todo ese derroche de tinta? De tinta y fuerza y pasión y sufrimiento. No es la tinta. Es el deseo de todo verdadero artista por llegar a la perfección. El personaje de la novela "Hambre", de Knut Hamsun, vagó durante páginas y páginas, muriéndose de hambre y frío, empeñando los botones de su abrigo, sin aceptar otro empleo que no fuese el de articulista de un periódico de Christiana (ahora Oslo). Mi amigo, Pedro Paunero, me contó que en el siglo XIX todo lo que escribían los grandes escritores lo publicaban, fuese bueno, regular o malo. Todo éra una manifestación artística y debía de ser sacado a la luz. En el siglo XX los escritores fueron más exigentes consigo mismos y la literatura se convirtió más elitista. Sólo los grandes textos pasarían a la historia. Eso explica, quizá, la obra de Juan Rulfo, ese gran maestro que con una novela y un libro de relatos pasó a formar parte de lo más selecto de la literatura universal. Cuando le preguntaron a Rulfo (que en realidad se llamaba Juan Nepomuceno Pérez) por qué escribía, respondió: "Pues porque se murió el tío Celerino, que es el que me contaba las historias". La realidad es que Rulfo destruyó prácticamente toda su obra y se quedó sólo con "Pedro Páramo", "El llano en llamas" y "El gallo de oro" (un guión cinematográfico). Destruyó todo lo que no consideraba perfecto. Pero, volviendo a la mujer que escribe como loca y rompe todo lo que escribe frente a la Église de Saint-Elizabeth, regresé más tarde y levanté algunos de los papelitos rotos para ver si podía formar una suerte de rompecabezas y pedirle a T. que me los tradujera, pero comprendí que era imposible. Los corta demasiado pequeños. Por sus gestos y su locura podría pensarse que no se trata sino de desvaríos, pero uno nunca sabe, pensemos en August Strindberg (ese genio monumental del teatro sueco), en Hölderlin, en Van Gogh, en tantos genios que alguna vez dieron lástima por lo locos y enfermos que parecían.

CARACOLES

Pocos días después de llegar, fuí por C. y H. a la escuela. Al llegar a su casa H. y yo fuímos al jardín a buscar caracoles (los encontramos pegados en las ramas de un arbusto seco) y los pintamos de colores (con pinturas de agua). Amarillos, rojos, azules, morados, cafés. Algunos caracoles, ya pintados, sacaban sus cuerpecitos viscosos y sus antenitas y empezaban a caminar, dejando un rastro del color que los habíamos pintado. Otros se metieron más en su concha. H., (que es una niña) que acaba de cumplir 8 años, me dijo: "Los caracoles a los que les gusta su color salen de sus conchas, a los que no les gusta se quedan dentro". Después nos fuímos. Los dejamos en un cerco de tabiques. Al día siguiente ya se habían ido todos. Dos días más tarde le ofrecí a T. podar el pasto de su casa. Apareció un caracol. Verde. Muerto. Fue hasta entonces que pensé en las palabras de H. y pensé cuántas veces no me ha gustado mi color y me he quedado dentro de mi concha, pensando que ásí me protegía. La pregunta que me surge es la siguiente: si no nos gusta nuestro color, ¿debemos de cambiarnos el color o aceptar el que tenemos? Quizá H. pueda darnos alguna pista. O al menos hacer una pregunta más profunda. La filosofía consiste en hacer las mejores preguntas, no en hallar las respuestas. Los niños son los mejores filósofos. Tienen preguntas, muchas, y no tienen miedo de hacerlas.

miércoles, 7 de octubre de 2009

PAKISTAN

Soy poco dado a socializar. Y en una ciudad, en un país donde no hablo el idioma, he llegado a sentir que soy un hombre invisible. O el más invisible de los hombres. Pero cuando llego a algún sitio y saludo: Bonjour, o cuando me despido: Au revoir, aún cuando voy más lejos y me arriesgo y digo frases como: Bon après-midi o À toute à l´heure, como un escapista involuntario, vuelvo a aparecer y, ya en la calle vacía, desaparezco otra vez. Ayer entré en una Night shop, al final de la Rue de Nimy (cuando llegué a Bélgica pensé que las Night shops eran antros de mala muerte, y pasaba junto a ellas con reservas, imaginaba que eran algo así como las Sex shops de Montmarte, pero pronto me enteré de que sólo eran tiendas que venden refrescos y cigarrros y cajas de cereal y que abren de noche). El empleado de esa Night shop, con sus ojos negros y profundos, siempre sonríe. Sonríe cuando entro, sonríe cuando le pago y sonríe cuando me marcho. El otro día me preguntó de dónde era. "De México", le respondí. Él me dijo que es de Pakistán. Que Pakistán es un país muy hermoso. Pero que sus gobernantes son 99% corruptos. "Pakistan rulers are Ninety nine per cent corrupt", dijo, probablemente con el inglés menos inteligible que pueda uno imaginarse. Al salir, cargado de una lata de Coca-Cola Light, pensé: "Quizá por eso sonríe todo el tiempo. Porque en Bélgica puede pasar las noches detrás del mostrador de su Night shop, sonriéndole a todo el mundo, sin temor de que lo asalten, de que lo maten, o de que lo obligen a formar parte de un grupo terrorista. Por eso, aunque en Bélgica no sea más que un inmigrante, y aunque Bélgica sea un país mucho menos hermoso que Pakistán, él sea más feliz. O, al menos, es menos infeliz. Y eso es, para muchos, es motivo suficiente para sonreír todo el tiempo".